HISTORIAS DEL PERÚ

En las zonas de cultivo de coca tradicionales del Perú, los agricultores y agricultoras de pequeña escala tratan de romper con la dependencia respecto al cultivo ilícito de coca y pasar a cultivar productos lícitos como el cacao o el café. En este esfuerzo reciben el apoyo de proyectos de desarrollo alternativo, tales como un proyecto de la UNODC para combatir el cultivo de drogas, financiado por el Ministerio Federal de Cooperación Económica y Desarrollo (BMZ) de Alemania. Por encargo de la Deutsche Gesellschaft für Internationale Zusammenarbeit (GIZ), la periodista Hildegard Willer conversó en 2018 con agricultores y agricultoras sobre la manera en que han vivido y participado en la transformación de sus aldeas. Las fotos fueron tomadas por Leslie Searles.

La alcaldesa

© GIZ / Leslie Searles
© GIZ / Leslie Searles

Silvia Iparraguirre sonríe cuando oye por las mañanas la invitación a practicar ejercicio matutino en el programa de radio transmitido desde la capital de la provincia. “Yo no necesito ejercicio matutino”, afirma a sus 48 años. “Cada día voy a mi plantación de cacao, eso es ejercicio suficiente”.

 

Esta mujer delgada de ojos verdes y rizos rubios se aleja a buen paso por el camino rural que sale de la aldea. Su ascendencia italiana, según revela, explicaría su color de ojos y cabello inusual en la zona. Al llegar a un campo de arroz, gira a la derecha y baja por una pendiente hacia un río. Calzando sus botas de goma y provista de su machete, Silvia mantiene hábilmente el equilibrio sobre el resbaladizo terreno. Tras ascender otras dos lomas, ha llegado a su plantación de cacao. El calor y el fango no parecen importunar en absoluto a la atlética Silvia, tal es la presteza y la seguridad con que camina por el angosto y embarrado sendero.

 

El cacao no es un simple producto para ella y su marido: “El cacao es nuestro tesoro”, proclama señalando los árboles bajos de los que cuelgan grandes frutos de cacao, algunos de ellos de color amarillo, otros rojo sangre y algunos ya casi tirando a marrones, cuya forma y tamaño se asemejan a los de una papaya. Ahora bien, su corteza es considerablemente más dura que la de la papaya. Ángel, el marido de Silvia, abre los frutos con el machete, y ella extrae la “baba”. La “baba” es como se denomina aquí a la pulpa que envuelve cada semilla de cacao, una sustancia blanca y algodonosa. En su interior, las semillas de cacao frescas tienen el aspecto de gigantescos copos de nieve o grandes caramelos de color blanco. Silvia Iparraguirre se lleva a la boca una de las “babas”. “Esta es una CCN 51, un poco ácida”, comenta con aire experto, y chupa la pulpa hasta dejar al descubierto la semilla de cacao de color marrón. La variedad CCN 51 es la más común, es muy resistente y crece con facilidad, pero ciertamente es algo ácida. Esta variedad no es apta para su exportación a Europa, y con el grano se produce principalmente manteca de cacao; el precio pagado a los agricultores y agricultoras es bajo.

 

Silvia y Ángel apuestan actualmente por las variedades gourmet, el denominado “cacao fino aromático”. Si bien no producen tanta cantidad de frutos, estos poseen un mayor valor de mercado. “Aquí está, tienen que probar esta baba”, dice con entusiasmo, ofreciendo un grano de cacao envuelto en pulpa blanca. No se diferencia exteriormente de la variedad CCN 51, pero su sabor es realmente mucho más dulce.

 

Silvia y su esposo Ángel plantan semillas de cacao gourmet desde que su cooperativa de cacao Colpa de Loros, fundada hace un año, encontró en Francia un cliente que adquiere toda su producción para elaborar exquisito chocolate de marca. “El cacao es como un bebé, tienes que estar pendiente de él permanentemente”, señala Silvia. Dado que su marido trabaja a menudo fuera como leñador, ella aprendió del proyecto de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (United Nations Office on Drugs and Crime, UNODC) financiado por Alemania todo lo que se necesita para cultivar cacao: podar, injertar y abonar árboles, todo ello empleando métodos exclusivamente ecológicos. Sus tierras también cuentan con certificado ecológico, un requisito para permanecer en la cooperativa. Ha habido que esperar cuatro años para que los árboles de cacao empiecen a dar beneficio. Hasta ahora, han ingresado unos 800 EUR con el cacao, “pero acabamos de empezar”, señala con optimismo; no en vano, los árboles de cacao no alcanzan su plena productividad hasta el quinto año.

 

Silvia vive con su marido Ángel y su hijo de 22 años en la aldea de Nolberth, a media hora en coche desde la carretera principal que conduce a Pucallpa, la capital de la provincia. Nolberth fue fundada hace tan solo 16 años, supuestamente por un alemán llamado Norbert que pretendía construir aquí un complejo vacacional, inscribió el lugar a su nombre en el registro catastral y después desapareció para siempre. Lo único que quedó de él fue el nombre algo distorsionado: Nolberth. Hoy en día, la aldea está habitada por 600 personas. Muchas de ellas llegaron de otras zonas del país, huyendo de la guerra civil para ganarse el sustento con el cultivo de la coca.

 

También Silvia y Ángel tienen tras de sí una dolorosa historia. La madre de Silvia murió víctima del terrorismo de la organización Sendero Luminoso, que actuó en el Perú durante los años ochenta y noventa del siglo XX. Silvia tuvo que abandonar “solo con lo que llevaba puesto” su hogar en el vecino departamento de San Martín. No tuvo la oportunidad de estudiar o formarse, ya que tenía que dedicarse a cuidar a sus cinco hermanos pequeños. Estas adversidades no se reflejan en el semblante de Silvia Iparraguirre. “No me quejo”, dice con calma. “Al fin y al cabo, hoy he encontrado un tesoro con el cacao”.

 

En busca de un nuevo hogar, Silvia y Ángel se asentaron en Nolberth. Inicialmente cultivaron coca, como el resto de los vecinos de la aldea. Pero la coca trajo de nuevo consigo la misma violencia de la que querían huir. Cuando el Gobierno peruano desfolió y arrancó las últimas plantas de coca hace seis años, Silvia y Ángel estaban más que dispuestos a apostar por el cacao en lugar de por la coca.

 

Llevan ya 16 años viviendo aquí, y Silvia se ha convertido en agente municipal de Nolberth. “Soy la primera mujer que ocupa el cargo”, destaca con orgullo. Dice que a ello han contribuido los cursos sobre género que les impartió la ingeniera de la UNODC. El componente de género estaba integrado desde el principio en el proyecto como condición para el financiamiento alemán y fue clave para que una mujer sea actualmente la máxima representante en la pequeña localidad. “En nuestras primeras asambleas, las mujeres de la aldea apenas participaban o permanecían sentadas al fondo de la sala”, recuerda Ernesto Parra, director del proyecto. “Entonces, aplicando una estrategia de nuestro componente de género, colocamos a las mujeres en las primeras filas de las asambleas”. Gracias a esta experiencia, las mujeres de la aldea se organizaron en lo que bautizaron como un “Comité de damas”, presidido por Silvia Iparraguirre. “¿Qué pueden hacer los hombres que no pueda hacer también yo?”, se preguntó y aceptó cuando su predecesor en el cargo le preguntó si se presentaría a la elección.

 

Silvia resultó elegida y ahora trata con las autoridades los asuntos de su aldea. Al principio, comenta, algunos hombres se negaban a brindarle apoyo, pero entretanto ha ganado autoridad y se lleva bien con los hombres en su consejo municipal. Su marido Ángel incluso se muestra orgulloso de su mujer: “Antes, con el cultivo de coca, existía mucho machismo, el hombre traía el dinero a casa y decía 'aquí decido yo'”. El cambio al cacao ha traído consigo una actitud mucho más cooperativa, ya que las parejas cultivan el cacao codo con codo y generan los ingresos trabajando duramente de forma conjunta.

 

Ella tiene su despacho en casa: en la mesa de madera de la cocina está su cuaderno, en el que apunta sus citas y notas, y justo detrás está el fregadero. El principal instrumento de trabajo de Silvia como agente municipal es el teléfono móvil. Dos de ellos se encuentran directamente junto a la ventana. Lamentablemente, solo hay cobertura en algunos puntos de Nolberth. “La mayoría de las veces funciona si me asomo por la ventana”.

 

Hasta ahora, las casas de Nolberth todavía no tienen agua corriente, y la gente extrae el agua de dos pozos públicos. Esto es lo que a Silvia Iparraguirre le gustaría conseguir durante su mandato: que las casas cuenten con agua corriente y la aldea con una buena escuela secundaria. Hace tan solo unos años, las autoridades educativas negaron que hubiera en Nolberth niños y niñas en edad de escolarización. Silvia Iparraguirre logró hacer rectificar a la Dirección de Educación y ahora pelea por conseguir una escuela secundaria en condiciones. También debería mejorarse el camino rural que conduce a la carretera principal para evitar que vuelva a convertirse en un lodazal tras las próximas lluvias.

 

“Pero, naturalmente, la cosa debería quedarse ahí”, señala con jovialidad. “Tampoco queremos demasiado cemento, como en la ciudad”. Durante el camino de vuelta desde su plantación de cacao, observa que los cocos que cuelgan de una palmera están maduros. Corta un coco realizando un hábil tajo con su machete y le hace un agujero para poder beber su leche. A continuación, con el machete en una mano y el coco en la otra, continúa bajando ágilmente por el resbaladizo sendero que lleva al río, como si se tratara de un relajado paseo. Está claro que Silvia Iparraguirre no necesita hacer ejercicio matutino.

El joven emprendedor

© GIZ / Leslie Searles
© GIZ / Leslie Searles

El pequeño paraíso de Willy González está bien oculto. Desde la carretera principal, hay que descender unos 600 metros de altitud por una empinada pista de grava de un solo carril que se transforma en un lodazal cuando llueve. Tras recorrer 6 kilómetros en coche, es necesario continuar a pie: después de saltar un arroyo y subir dos fangosas cuestas, de pronto se extiende una superficie verde bien cuidada, rodeada por flores de todos los colores. En ella se alzan dos casas de madera. Aquí viven Willy González y su madre Epifanía Enríquez, quienes han regresado a este lugar.

 

Y es que la finca de cacao de Willy González estuvo a punto de no existir. Cuando murió su padre, muchos años atrás, su madre Epifanía quería vender el apartado terreno situado en la ladera de la selva. Por aquel entonces, la familia ya vivía en la cercana ciudad de Tingo María. “Los hijos a duras penas pudimos evitar que lo hiciera”, cuenta Willy González. Hoy tiene 30 años y está convencido de que su futuro está en el campo, en su finca. Pero no siempre fue así.

 

“Llegamos aquí siendo una pareja joven, a principios de los años ochenta, y fundamos la aldea Ricardo Herrera”, recuerda Epifanía Enríquez. A sus 53 años, es madre de tres hijos y viuda desde hace muchos años. En aquellos tiempos, la prioridad era sobrevivir, recuerda: autosuficiencia con todo lo que proporcionaba la selva. Y, por supuesto, la coca. Esta trajo el dinero, el dinero rápido, gracias a varias cosechas anuales y a la elevada demanda. En aquella época caminaban tres horas hasta la carretera principal por un camino rural no apto para vehículos. Pero, entonces, la policía especial antidrogas llegó a la apartada aldea, roció las plantas de coca con un agente defoliante y arrancó las plantas.

 

“De pronto nos quedamos sin nada, y muchos de nosotros nos fuimos de la aldea”, narra Epifanía. También la familia Alonzo Enríquez, incluido Willy a sus por aquel entonces diez años, abandonó su terreno y se mudó a la cercana Tingo María. Willy y sus dos hermanas fueron allí a la escuela, pero hasta ahí llegó su educación, ya que la familia no podía permitirse costear estudios universitarios. El joven Willy encadenó empleos temporales y estampó camisetas para un amigo que tenía una imprenta. Pero según admite hoy Willy González, eso no le ofrecía perspectivas de futuro. Ya por aquel entonces daba muestras de su espíritu emprendedor. Quería crear algo propio. Encontró esta posibilidad en su antiguo terreno, en la apartada aldea Ricardo Herrera. Nunca se había desvinculado del todo, ni tan siquiera cuando vivía en Tingo María: sus tíos continuaron cultivando sus tierras en la remota localidad, y Willy les ayudaba de vez en cuando. Inicialmente, como todos los demás en Ricardo Herrera, también Willy cultivó coca. Después de que la policía estatal antidrogas arrancara las plantas, a Willy le costó dejarse convencer por el proyecto de la UNODC y dedicarse a un cultivo alternativo. “En Ricardo Herrera, el cultivo de coca y la violencia asociada eran especialmente intensos”, recuerda Ernesto Parra, director del proyecto de la UNODC. “Hubo mucha desconfianza y fuertes reticencias iniciales ante nuestra propuesta de cultivar cacao en lugar de coca”.

 

El factor que decantó la balanza para Willy fue el inicio del auge del cacao. La demanda mundial de cacao aumentó y el cacao peruano estaba considerado como de calidad especialmente elevada. “Hace ocho años que planté por primera vez”, recuerda Willy González. “Sin capital, tan solo con el trabajo de mis propias manos”. Hay que esperar cuatro años para cosechar los primeros frutos de una planta de cacao. Durante este tiempo, los colaboradores del proyecto de la UNODC mostraron a Willy González cómo superar este periodo difícil mediante el cultivo de maíz y frijoles y la cría de pollos y cobayas. Para Willy González fue alentador el hecho de que ya la primera cosecha de cacao reportara un pequeño beneficio, suficiente para animar al joven emprendedor a invertir más y trasladarse definitivamente a Ricardo Herrera.

 

Hoy en día, Willy González cultiva árboles de cacao en un terreno de 6 hectáreas. Los árboles, con una altura aproximada de 5 metros, crecen a una distancia triangular exactamente medida de un árbol a otro. De los ingenieros e ingenieras del proyecto de Naciones Unidas (UNODC) aprendió la importancia del cultivo correcto. “Si se plantan en direcciones opuestas en torno a la ladera se puede evitar la erosión del suelo”. También aprendió que es crucial podar correctamente los árboles, de modo que reciban la cantidad adecuada de luz y sombra. En la selva tropical, las hojas crecen y se juntan rápidamente hasta formar un denso dosel que impide el paso de la luz solar. En ese caso, además se acumularía humedad bajo esta cubierta de hojas, y ambas circunstancias son perniciosas para las plantas de cacao. Igualmente importante es la fertilización adecuada. En un bastidor de madera previsto a tal efecto, Willy González composta las vainas de las semillas de cacao, unas cáscaras duras con forma de pera de unos 20 centímetros de longitud. A continuación, vierte el fertilizante así obtenido en forma de círculo alrededor del árbol de cacao a intervalos exactamente medidos.

 

El resultado: una floreciente arboleda de cacao rebosante de grandes frutos rojos de cultivo ecológico, tantos y tan grandes que resulta asombroso que los pequeños árboles puedan soportar tal carga. Los frutos de cacao, de color amarillo a rojizo, se asemejan en su forma y color a la papaya, pero su cáscara es dura y presenta múltiples acanaladuras.

 

Willy dice cosechar hasta 800 kilos de cacao por hectárea. A un precio de 2,35 EUR al cambio por kilogramo, obtiene así un beneficio anual aproximado de 5.200 euros, una vez deducidos los costos. Esta cifra supone el doble del salario mínimo peruano en un año.

 

Cuando Willy González llega calzando sus botas de goma, con sus jeans y su camiseta roja, se nota que le gusta cultivar cacao y disfruta trabajando al aire libre. Pero Willy González es también un emprendedor y tiene una enorme sed de conocimiento. Si bien no tuvo la oportunidad de cursar estudios universitarios o técnicos formales, sí ha adquirido conocimientos de cultivo vegetal, contabilidad y comercialización en diversos cursos organizados por el proyecto de la UNODC. “En el pasado, la gente creía que si no habías aprendido nada solo podías convertirte en agricultor. Pero es justo al revés, para tener éxito como agricultor hay que aprender continuamente y mantenerse informado”. Actualmente, su objetivo es incrementar su producción de cacao y fundar una cooperativa propia para poder comercializar directamente sus granos de cacao. Gracias a las cooperativas de café y cacao Naranjillo y La Divisoria, importantes en la región, se ha convencido de las ventajas del modelo cooperativo para los agricultores y agricultoras de pequeña escala. Al fin y al cabo, solo la organización en forma de cooperativa permite a los pequeños agricultores y agricultoras cumplir las cantidades de entrega garantizadas y mantener al mismo tiempo el control sobre la comercialización de sus productos.

 

Willy González se muestra especialmente orgulloso de la nueva casa que él mismo ha construido. “Antaño, aquí vivíamos como animales”, cuenta de su infancia en Ricardo Herrera. “Todos en una habitación, al lado los animales y el granero. La cocina era un agujero oscuro y lleno de hollín. No había baño ni inodoro”. Su granja consta hoy de dos casas de madera, una antigua y una nueva, y una nueva caseta de hormigón aparte, donde se encuentran el inodoro y una ducha. Willy solo ha podido realizar estas adquisiciones porque, gracias al cambio al cacao – asesorado y acompañado por el proyecto de la UNODC – ha obtenido buenos ingresos con sus cosechas. En la planta baja de la antigua casa de madera de la familia se ubica ahora el taller y, junto al banco de trabajo, reposan algunos sacos. Willy y su madre han pegado pulcramente pequeños rótulos que señalan dónde debe colocarse cada cosa: machetes, martillo y sierra en un lado, los sacos de alimentos en otro. En la pared de madera opuesta, un pequeño letrero indica que los dormitorios se encuentran en la planta superior.

 

Pero lo más destacado es la nueva casa de madera que alberga la cocina y el comedor. La nueva casita está construida sobre postes de madera para protegerla de las lluvias intensas: cuenta con un fregadero con agua corriente, una cocina a gas y una larga encimera alicatada en la cocina. En la otra parte de la habitación, bancos y sillas de madera invitan a sentarse. Epifanía sirve “chopo”, un delicioso zumo elaborado a partir de plátanos cocidos. Frente a la veranda abierta del comedor, casi parece que se puede tocar la selva con las manos: plataneros verdes, estrelicias rojas y buganvillas lilas crecen en la ladera junto a la casa. Willy y Epifanía no necesitan plantar macetas. Pueden recoger las flores directamente desde la veranda.

 

Willy González pudo construir por sus propios medios la nueva casa de madera gracias a sus ingresos procedentes de la venta de cacao. Para ello se inspiró en la casa modelo que la comunidad Ricardo Herrera construyó en la plaza del pueblo y que actualmente sirve como centro social. El equipo del proyecto de la UNODC solicitó al Fondo de las Américas los medios para construirla. Posteriormente, fueron los propios miembros de la comunidad quienes erigieron la casa modelo.

 

Willy González está convencido de que la vida en el campo tiene futuro. “Antes estábamos aislados aquí, pero hoy en día tenemos buena cobertura de móvil, una carretera transitable y agua corriente”. Esto también resultó posible gracias a un acuerdo entre el proyecto de la UNODC y el alcalde de distrito en Hermilio Valdizan. El alcalde se comprometió a destinar fondos estatales al acondicionamiento de la carretera que conduce a Ricardo Herrera. El proyecto de la UNODC puso a disposición dos máquinas para este fin.

 

Lo único que aún falta en la aldea es una buena escuela. Si las oportunidades educativas en el campo no mejoran, también Willy podría verse inclinado a volver a mudarse a la ciudad en el futuro.

 

Pero esto todavía es teoría: Willy González sigue soltero y aún no tiene hijos.

 

Pero ha contagiado su optimismo a su madre, hasta el punto de que se animó a irse a vivir con su hijo en Ricardo Herrera, regresando a la aldea que en su momento fundó junto con su marido y después abandonó.

 

Ernesto Parra, el director del proyecto de la UNODC, está orgulloso de Willy González: “Pese a su reticencia inicial a cambiar al cultivo de cacao, Willy es quien mejor ha aprovechado y asimilado las posibilidades de nuestro proyecto”.

 

El propio Willy González ve su futuro en Ricardo Herrera: “Me gustaría demostrar que se puede vivir bien en el campo, que para ello ya no es necesario ir a la ciudad”. Así confirma Willy González su intención de echar raíces aquí y convertir sus plantaciones de cacao en un negocio floreciente.

La cafetalera

© GIZ / Leslie Searles
[Translate to ES:] © GIZ / Leslie Searles

Cuando Moly Checya recuerda cómo fue más lista que su marido, esta cafetalera de 35 años no puede ocultar una sonrisa. “Mi marido no quería saber nada de los nuevos métodos de cultivo recomendados por los ingenieros. Decía que simplemente significaría más trabajo y no tendría recompensa”, cuenta mientras baja por la plantación de café detrás de su casa. “Entonces le propuse una apuesta: yo cultivaría una parte de la parcela con las nuevas plantas de café y el explotaría su parte a la antigua usanza”. El método antiguo consistía simplemente en enterrar la raíz de la planta de café. El nuevo método sugerido por los ingenieros e ingenieras del proyecto de la UNODC financiado por Alemania era más laborioso: primero se debía dejar que los granos de café germinaran y esperar a que crecieran como plantones individuales antes de enterrar la planta de café. Pero el esfuerzo valió la pena, y Moly Checya ganó de forma concluyente la apuesta con su marido: “Mis matas de café crecieron tan hermosas”, recuerda con emoción incluso años después. En cambio, las plantas de su marido ni siquiera llegaron a crecer. Desde entonces, en la familia Checya-Ponce no se ha vuelto a perder el tiempo discutiendo sobre cómo plantar las matas de café.

 

La historia de Moly Checya y su familia es un buen ejemplo de cómo el cultivo de productos lícitos no solo proporciona una modesta prosperidad, sino que puede devolver la paz y la sonrisa a toda una familia.

 

Cada vez que Moly Checya ríe, la corona de plata en su incisivo centellea. La risa parece algo tan propio de su persona como sus largos cabellos lisos y negros, su rostro redondo y las botas de goma que calza cuando baja a su plantación de café. Y, sin embargo, Moly Checya tuvo pocos motivos para reír durante la primera época de su vida:

 

tenía solo ocho años cuando sus padres la llevaron a ella y a sus cinco hermanos desde la vecina ciudad de Huánuco hasta el interior de la selva alta peruana. A finales de los años ochenta e inicios de los noventa del siglo XX, en el Perú solo había dos motivos para trasladarse a la selva: uno de ellos era para unirse a Sendero Luminoso, un grupo armado que con su ideología de inspiración maoísta perpetró sangrientas masacres de agricultores y agricultoras y provocó ataques igualmente violentos del ejército peruano. El otro era “ganarse el sustento”, como expresa eufemísticamente la madre de Moly Checya. El sustento en cuestión no era otro que el cultivo de coca para la mafia colombiana del narcotráfico. Con sus múltiples cosechas anuales, el cultivo de coca proporcionaba mayores ingresos que los obtenidos por el padre de Molly trabajando en una mina de plata en el sumamente pobre altiplano. Pero el dinero también trajo consigo la violencia desde todas las direcciones. Primero llegaron los “terrucos”, como la gente del campo denominaban a los integrantes de Sendero Luminoso: “Llegaron y se apropiaron de todo lo que teníamos”, recuerda Moly Checya. Algunos días, los niños no tenían para comer nada más que un plátano macho y un huevo. Luego apareció el ejército y les acusó de prestar apoyo a la organización terrorista. La familia Checya lo pasó especialmente mal. “Mi hermana fue secuestrada por el ejército y pasó un año prisionera en el cuartel”. La normalmente habladora Moly Checya no quiere extenderse al respecto. Los terroristas asesinaron a un tío de Paul Ponce, el marido de Moly. Todas las familias de la región tienen víctimas que lamentar.

Para seguir adelante, su madre, Paulina, ha tenido que reprimir el recuerdo de toda aquella violencia. Admite que los recuerdos solo vuelven cuando ve películas bélicas en la televisión. Recuerdos de las filas de cadáveres dispuestas a lo largo de las cunetas. De las masacres cometidas por los militares y los terroristas.

 

La violencia del terrorismo motivado políticamente y del contraterrorismo fue disminuyendo paulatinamente desde mediados de los años noventa, tras la captura en la capital Lima de Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso. Pero no por ello se rompió el círculo vicioso de la violencia en Huánuco y Tingo María. Al fin y al cabo, pese a ser rentable, el cultivo de coca era ilegal.

 

No obstante, tentados por el dinero rápido y acuciados por la falta de alternativas, también Moly y Paul iniciaron su vida matrimonial cultivando coca. Hasta que un día la CORAH, la policía especial peruana dedicada a combatir el cultivo ilícito de coca, primero roció sus campos de coca con un agente defoliante y después arrancó las plantas. Moly Checya todavía hoy se indigna cuando piensa en ello: “Les era totalmente indiferente que no tuviéramos nada más para comer”.

 

La destrucción de sus plantas de coca abocó a la familia a la ruina. Pero, al mismo tiempo, constituyó un punto de inflexión, ya que, con ayuda del proyecto de la UNODC, la familia obtuvo una verdadera alternativa rentable. Con el apoyo de los ingenieros e ingenieras agrónomos de la UNODC, empezaron a cultivar café para abastecer el mercado. “Empezamos con 2 hectáreas y hoy contamos con 27”, cuenta Moly Checya con orgullo. Los inicios fueron difíciles: no sabían nada del nuevo cultivo y tuvieron que resistir algunos años hasta que el café empezó a generar beneficios. Por ello era importante no dejar de cultivar otras cosechas o empezar a cultivarlas; no en vano, la coca es básicamente un monocultivo. El aspecto de la seguridad alimentaria es un elemento importante del proyecto de la UNODC, ya que una plantación de café tarda de uno a dos años en proporcionar beneficios. Durante este período de espera, muchas familias sucumben a la tentación de la mafia del narcotráfico, que ofrece a los agricultores y agricultoras un lucrativo pre-financiamiento si retoman el cultivo de coca. Por lo tanto, es esencial contar con otras fuentes de ingresos. Moly Checya y Paul Ponce se mantuvieron firmes en su determinación de cultivar café. Pudieron permitírselo porque el proyecto de la UNODC les proporcionó 20 gallinas, semillas y apoyo técnico para garantizarles los ingresos necesarios hasta que el café estuviera listo para cosechar.

 

Aunque el café ya genera hoy en día buenos beneficios, Moly y su marido Paul continúan cultivando maíz, frijoles y plátanos para consumo propio, mientras 75 gallinas picotean y escarban en busca de comida en su gallinero.

 

Sin embargo, el grueso de sus ingresos procede de la venta de café. En los últimos años, el precio se ha mantenido a buen nivel: el año pasado cosecharon tres toneladas, que, tras deducir los costos, se tradujeron en unos 3000 EUR al cambio. Pero las preocupaciones de Moly Checya no se limitan a la caída del precio y a la propagación de la roya del cafeto, un hongo que ataca a las plantaciones de café, sino también a la erosión de los suelos. Sus plantaciones de café se ubican en una ladera. Justo detrás de la casa familiar, la pendiente descendente es pronunciada, y la lluvia se lleva el suelo, y con él, el fertilizante. De ahí que, con ayuda del ingeniero agrónomo del proyecto de Naciones Unidas, haya erigido varias “barreras vivientes", estacas de madera de unos 30 centímetros de altura que, clavadas en hileras a escasa distancia entre sí, forman una valla para retener la tierra deslizante y la lixiviación de la capa fértil.

“Ahora sé cómo cultivar buen café”, afirma orgullosa Moly Checya. Ha cambiado a un sistema de cultivo combinado de selva y café, lo que el proyecto denomina “componente de reforestación”. “También allí he plantado café”, señala Moly con su machete la siguiente ladera, en la que cultiva otra plantación de café. La finalidad del método de cultivo combinado es evitar la erosión de los suelos y al mismo tiempo reforestar la selva. Además, cuando el café tiene la oportunidad de crecer bajo la sombra de los árboles, la cosecha es mayor y se mantiene el equilibrio hídrico.

 

Debido a la caída del precio del café en el último año y a la creciente afectación de las plantas por la roya del cafeto, Moly Checya y su marido Paul Ponce tienen previsto, para el año próximo, empezar a cultivar también cacao, otro componente del proyecto integral de la UNODC. Y es que el cacao alcanza actualmente un mayor precio de mercado. “Por el momento estamos preparando los campos para ello”.

 

Moly vende una parte de su café a la cooperativa Bio-Azul, pero también tuesta y muele otra parte para la venta directa. Dado que vive directamente junto a la carretera principal que conduce desde el altiplano a la selva, su puesto de venta situado frente a la vecina casa de sus padres reporta buenos beneficios. Sobre sencillos bastidores de madera se ofrecen bolsas de café molido, pero también chocolate artesanal que adquieren a productores de cacao de otra aldea. Además, venden grandes plátanos macho y limas del tamaño de pomelos. El negocio va bien y es mucho más lucrativo que la venta de granos de café sin procesar a un intermediario. “De este modo obtenemos unos dos euros por 250 gramos de café molido”. Tendrían que vender el cuádruple de granos de café a la cooperativa para ganar esa cantidad.

 

Moly Checya, su esposo Paul y los padres de ella se sientan en una mesa tras el puesto y ofrecen café recién hecho de su propia cosecha. También están presentes las dos hijas del matrimonio. A sus 13 años, Zarai sigue yendo a la escuela y quiere llegar a ser ingeniera civil. Jennifer, de 20 años, ya está estudiando ingeniería medioambiental en la cercana Tingo María. La propia Moly a duras penas pudo acudir a la escuela durante seis años. Nadie de la familia se arrepiente de haber renunciado al cultivo de coca: “Ahora vivimos en paz, tenemos buenos ingresos y nuestras hijas pueden ir a la escuela y a la universidad”, sentencia Moly.